La adaptación cinematográfica de la novela El topo que firma Tomas Alfredson es, en su conjunto, una más que correcta película en la que destacan poderosamente la solidez interpretativa de sus principales actores y, sobre todo, la ambientación tétrica y taciturna de los años de la guerra fría conseguida por la dirección artística de Maria Djurkovic.
Cualquiera que conozca la magnífica novela de John Le Carré entiende el gran reto que significa resumir su denso laberinto argumental en dos horas de imágenes. Como inevitable referente recordemos que la estupenda adaptación para la televisión de El topo que realizó en 1979 la BBC dura unas siete horas. La dificultad, por tanto, es evidente. Tomas Alfredson y sus guionistas han optado por aligerar la trama, lo cual es lógico, pero en su intento han provocado incoherencias argumentales y, de paso, han mutilado las aristas psicológicas y vitales de los principales personajes. Ese es, en mi opinión, el gran error que provoca la incomprensión en aquellos espectadores que desconocían la historia de Calderero, sastre, soldado, espía.
Un ejemplo al respecto. La profundidad de la relación entre Jim Prideaux y Bill Haydon se difumina hasta quedar reducida a una aparente atracción homosexual con lo que se pierde por el camino el verdadero alcance de la traición. Otro: George Smiley conoce la infidelidad de Anna cuando observa cómo se deja meter mano frívolamente durante una fiesta de fin de año.
Por todo ello, acabada la película, en el momento en que se encienden las luces de la sala, comienzan los créditos y (horror) escuchamos a Julio Iglesias cantar La mer, oímos a nuestros vecinos de butaca decir que no han entendido nada.
Pero, más allá del riesgo que supone condensar la compleja trama, lo que de verdad chirría son esas gratuitas licencias de cine de autor que no aportan nada a la película y que convierten a Peter Guillam en homosexual o a George Smiley en un arribista que estalla de satisfacción cuando alcanza la dirección del Circus. En ese momento final de la película (sí, cuando está a punto de sonar la voz de Julio Iglesias) la personalidad del protagonista queda totalmente desvirtuada. Porque ya sabemos que George Smiley prefiere a sus poetas alemanes antes que la vanidad del poder.
En definitiva, una interesante, recomendable, película que deleitará principalmente a los que ya conozcan las novelas de John Le Carré que componen la serie Smiley.
Y por último, duda resuelta. O mejor, intuición confirmada. Gary Oldman no nos hace olvidar en ningún momento al magistral Alec Guinness.
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